Por: Graciela Mochkofsky | 14 de noviembre de 2011
Esta semana recibí correo desde Efrat, una de las colonias judías arracimadas al sur de Jerusalén, a medio camino entre Belén y Hebrón, en los Territorios Palestinos Ocupados. Viven en ella 7.183 personas, con una fuerte presencia de sionistas religiosos y una mayoría de judíos ashkenazíes. Pero mi correo provino del más improbable de los vecinos de Efrat: el peruano Aquiles, a quien ví por última vez en 2004, al momento de tomar la fotografía que ilustra este relato en la puerta de su casilla sin piso, sin sanitarios, sin agua potable, del miserable asentamiento La Rinconada, en las afueras de la ciudad peruana de Trujillo.
Aquiles no era entonces judío; al menos, no formalmente. Presidía una comunidad de ex cristianos que esperaba la conversión. Yo había viajado hasta allí para reconstuir los pasos de la comunidad original, dos centenares de peruanos de Cajamarca y Trujillo que habían emigrado a Israel a comienzos de los años 90 siguiendo los pasos de su líder, Segundo Villanueva, protagonista de uno de los más extraordinarios procesos de conversión religiosa de nuestro tiempo.
Cuando era un adolescente pobre de la sierra cajamarquina, Segundo perdió a su padre de muerte violenta. Por todo legado, recibió la Biblia familiar. Fascinado con la historia que contaba, dedicó el resto de su vida a estudiarlo y a comprender qué le decía Dios en sus palabras sagradas. Su vida entera se fue en este intento autodidacta de conciliar Fe con Verdad. Lo primero que concluyó fue que el Libro tenía dos partes contradictorias: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Al no encontrar respuestas en la Iglesia Católica comenzó a buscar entre los evangelistas y protestantes que comenzaban a inundar el Perú. Pero tampoco encontró entre ellos la estricta coherencia que buscaba.
Segundo quería vivir el Libro al pie de la letra. Fundó para ello su propia iglesia, a la que llamó Israel, y llevó a un centenar de seguidores de la alta Cajamarca andina a la exuberante selva amazónica en busca del Monte Sinaí. Cultivaban la tierra, guardaban el sábado, vestían con modestia, estudiaban la Palabra. En un viaje a Lima en busca de víveres y literatura bíblica, llegaron a Segundo unos folletos que lo hicieron concluir, luego de nuevas lecturas y averiguaciones, que la religión que buscaba existía en este mundo y era la única verdadera: el judaísmo. Regresó a la selva, proclamó que el Mesías aún no había llegado, sufrió un cisma, y volvió a partir, esta vez a la costera Trujillo. Allí reconstruyó su comunidad y vivió durante veinte años como el líder de un grupo de judíos autoproclamados, que utilizaban una Torah compuesta de fotocopias, aprendía hebreo de un diccionario y comía solo vegetales para evitar los alimentos prohibidos.
Rechazado por los judíos blancos y acomodados de Lima, buscó apoyo, a la distancia, en Israel. Al fin, consiguió el favor de Eliahu Avijail, un rabino que dedicaba su vida a rastrear por el mundo a las tribus perdidas de Israel. Aunque sabía que los seguidores de Segundo no eran parte de una de ellas, Avijail se maravilló de su absoluto respeto de las reglas más ortodoxas, que habían aprendido sólo de los libros, y puso en marcha un proceso que terminó en su conversión formal al judaísmo y su emigración masiva a Israel.
Pero los rabinos que los convirtieron los enviaron a las colonias más fanáticas de los Territorios Ocupados (no todas lo son). Segundo y su comunidad, a la que llamaban Bnei Moshé (Hijos de Moisés), quedaron atrapados, así, en la primera línea de fuego del conflicto israelí-palestino. Cuando pregunté a los rabinos por qué los habían llevado allí, me explicaron que no habían querido separarlos y sólo esos colonos habían aceptado un grupo tan grande como vecino. Había también razones económicas –vivir en las colonias es mucho menos costoso que del otro lado de la línea verde—y, por supuesto, ideológicas: varios de estos rabinos eran sionistas nacionalistas y creían que Judea y Samaria, el nombre bíblico de lo que hoy es Cisjordania, debía ser por siempre para los judíos.
Segundo había terminado en Tapuaj, una de las colonias más extremistas: allí se celebró, en 1995, el asesinato el primer ministro Rabin, a quien consideraban un traidor por los acuerdos de Oslo. Luego de varios episodios de violencia en los caminos que unían Tapuaj con Jerusalén, Segundo quiso salir de los Territorios, pero no era sencillo. Aunque él y sus seguidores tenían una posición mucho mejor que la que habían tenido en el Perú, vivían modestas vidas de inmigrantes –eran operarios, obreros, técnicos, y, en el caso de Segundo, un viejo jubilado– y no podían costear otro destino en Israel.
Por eso, volvió una última vez a Perú. Me llegaron reportes de que confesó a un viejo amigo que había perdido su fe: había transformado su vida entera y la de otros por la mera lectura de un libro; la revelación que había recibido de éste jamás la encontró en el mundo.
No pude preguntarle qué creía cuando al fin lo vi en Tapuaj, porque para entonces también había perdido la razón. Murió en Cisjordania con el nombre que había elegido al convertirse, Zerubabel Tzidkiyá, a los 81 años, en 2008.