Giulio Meotti
Ynet
Hace un año la familia Fogel fue sacrificada en Itamar: el padre, la madre y tres de sus hijos fueron asesinados durante una noche de horror. Esa noche, una de las hijas de la familia, que estaba en casa de unas amigas hasta casi la medianoche, cerca de Itamar, volvió a su hogar, un pequeño asentamiento donde viven unas 100 familias. Cuando llegó a su casa nadie le respondió. Entró con un vecino y vio a su padre, a su madre y a tres de sus hermanos (de 11 y 3 años respectivamente, y el menor de tres meses de edad) con sus gargantas cortadas.
Un año después de ese múltiple y horroroso asesinato, todo los que dicen deplorar la violencia entre ambas partes de la ecuación Israel y Palestina, se mantienen en silencio sobre la masacre de Itamar. No hubo palabras de condena por el macabro asesinato de esos niños inocentes por parte de los grupos de derechos humanos y las ONG altruistas.
En Itamar, la dieta diaria de demonización de los colonos tuvo el efecto deseado. Matar a un «demonio» o a los hijos de los «monstruos» no es igual que quitarle la vida a otro ser humano. Los ciudadanos, que viven en los asentamientos de Judea y Samaria, fueron llamados «sanguijuelas», «serpientes» y «parásitos».
En plena Segunda Intifada, cuando los propios estudiantes universitarios israelíes estaban siendo masacrados en los autobuses y en los restaurantes, el emérito profesor de la Universidad Hebrea, Zeev Sternhell, declaraba que «los palestinos harían bien si concentrarán su lucha (es decir, su violencia) contra los asentamientos y los colonos [N.P: en lugar de practicarla dentro de las denominadas líneas de 1967, territorio que, según creían, las bellas almas israelíes, los palestinos respetarían, tal como luego pudieron comprobarlo]». Tal como sucedió en Itamar.
En 2001, después de que unos árabes golpearan, con sadismo, hasta el asesinato los cráneos de dos «hijos de los colonos» en Tekoa, el psiquiatra israelí Ruhama Marton declaró que «los colonos crean pequeños monstruos». Mientras tanto, Moshe Zimmerman, profesor de la Universidad Hebrea, calificaba a los hijos de los colonos como Hitlerjugend.
Itamar significa que ningún argumento racional puede ser utilizado para disfrazar y disculpar una ideología obsesivamente dedicada a la destrucción de los judíos. La oscuridad y los ojos brillantes de los terroristas de Itamar hablan de su deseo que, el Mediterráneo, se tiña con sangre judía. Es por esto que no es de extrañar que, durante un reciente programa transmitido por la televisión palestina, la tía de uno de los asesinos de Fogel se refiriera a él como «héroe» y «leyenda». Esa familiar llegó a leer un poema, que escribió en honor de los asesinos, mientras la madre de Hakim Awad, uno de los asesinos de Itamar, enviaba todo su cariño a su hijo y se jactaba, con orgullo, que hubiera sido el autor de la masacre de Itamar. En ese contexto, hay que tener en cuenta que, la televisión de la Autoridad Palestina, es financiada por la Unión Europea y que, a menudo, se muestra su bandera azul durante sus transmisiones. Sin embargo, hay algo más horrible que el odio sádico de Awad: la complacencia occidental. En los últimos años vimos un montón de películas repletas de sacarina sobre como unos niños judíos con sus pijamas a rayas eran asesinados en los campos de la muerte. Sin embargo, esa misma opinión pública occidental, tan receptiva a esas historias de ficción, reaccionó con indiferencia ante las imágenes del bebé de los Fogel y sus hermanos degollados por los terroristas.
Para la actual opinión pública occidental, los hijos de los Fogel, incluido ese bebé de tres meses decapitado, eran menos humanos que las víctimas árabes y, por tanto, menos merecedores de la indignación occidental ante su asesinato. Los «hijos de los colonos» son invisibles, como lo fueron las ciudades del norte de Israel durante la década de 1970 cuando los terroristas de Yasser Arafat asesinaron a niños y bebés israelíes en Ma’alot, Kiryat Shmona, Misgav Am y Avivim.
¿Quién conoce o recuerda los nombres de Shalhevet Pass, de los Hatuels y de los Shabos? ¿O el de Danielle Shefi, de Adora, asesinada por los terroristas mientras estaba jugando en el dormitorio de sus padres? ¿Quién recuerda el nombre de Shaked Avraham, una niña de siete meses, de Negohot, asesinada por un terrorista que se infiltró en esa comunidad mientras los residentes estaban celebrando Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío? Shaked acababa de comenzar a caminar en el momento de su asesinato.
La masacre de Itamar fue justificada. La «ira» de sus autores está justificada a los ojos internacionales. El presidente de la AP, Mahmoud Abbas, repitió en multitud de ocasiones que «nunca permitirá que un solo israelí viva entre nosotros en tierra palestina». Tal futuro estado palestino sería el primero, en el mundo, en prohibir oficialmente la presencia de judíos desde que la Alemania nazi buscaba un país libre de judíos.
Que un movimiento árabe “moderado” diga que la presencia de judíos es un obstáculo para la paz es una cosa. Pero, otra, muy distinta es, al menos para ese mundo occidental que se quiere liberal e ilustrada, hacer repetidos llamados para hacer efectiva esa total exclusión.
Y esta es la verdadera razón de por qué la masacre de Itamar no causó ningún escándalo mundial. Y es que en este mundo surrealista en que vivimos, el acto de irrumpir en un hogar judío y cortar la garganta a unos niños debería generar indignación moral y religiosa. Añadan ahora todo esos intentos de repetir esos actos asesinos y se podría pensar que provocaría un escándalo internacional. Sin embargo, en el mundo en que vivimos, Itamar fue sólo una nota al pie de página. El Vaticano, por ejemplo, no hizo ninguna referencia a la masacre de Itamar, ni tampoco UNICEF elevó su voz contra la masacre de inocentes niños judíos. Es más, los medios de comunicación fabricaron y proporcionaron la debida justificación: dado que sus padres eran colonos, y sus hijos eran “niños o bebés colonos”, atrajeron sobre si mismos la violencia y el crimen. De hecho, después de esa especie de deporte que se consuma con la matanza de «colonos», todos pudimos leer el mismo comentario en los medios de comunicación: “si los judíos no hubieran estado allí, no hubieran sido asesinados” [N.P.: es decir, y en versión retroactiva, si los judíos alemanes, polacos, húngaros, rusos, checos, rumanos, griegos… no hubieran estado allí, en Europa, durante la Segunda Guerra mundial, no habría habido Holocausto]. En resumen, si Israel hubiera adoptado, con seriedad, ese enfoque preconizado por los medios occidentales, tendría que desmantelar el Estado de Israel.
No obstante, es difícil no tener la sensación de que si se hubieran producido ataques y matanzas similares en, por ejemplo, Londres o París, en lugar de un asentamiento religioso de Samaria, la reacción habría sido “algo diferente”.
El escritor holandés Leon de Winter lo dijo muy bien: «El antisemitismo es Salonfähig una vez más», con la palabra alemana que significa “socialmente aceptable”. Hoy en día, ninguna otra conclusión se puede extraer. Cuando la muerte de inocentes judíos es tan abiertamente asumida y disculpada, es porque la vida de los judíos vuelve, otra vez, a tener muy poco valor. Esta es la lección más importante de Itamar: el «mundo civilizado» se está reconciliando con la perspectiva, o con la posibilidad, de una nueva Shoah.
Fuente: Tzafat- Zefat
Cidipal
http://www.cidipal.org/index.php?option=com_content&task=view&id=7987&Itemid=106
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