Alfredo González, judío observante andaluz, fabrica en Modiín guitarras que están en la lista de las mejores del mundo
Guitarra española fabricada en la »colonia» de Modiín
Son casi las doce de un lunes de invierno y en este trozo de Modiín las calles están casi desiertas. Por ellas se ven unos cuantos automóviles, un abuelo que camina con un bebé recién nacido y una mujer hablando por teléfono. Si no fuera por estos personajes y su movimiento, uno podría decir que está ante una imagen estática capaz de ilustrar la palabra tranquilidad en Israel.
Los nombres de estos caminos de asfalto en esta ciudad intermedia entre Tel Aviv y Jerusalén tampoco parecen anunciar ninguna sorpresa: a izquierda y derecha, todos empiezan con la palabra Nájal, que del español al hebreo traduce arroyo. Después de caminar unos minutos, un letrero anuncia la calle buscada y el fin de las escenas comunes.
Es necesario descender unas escaleras que comienzan muy cerca de la entrada de su casa para encontrarlo. Ahí está él, de pie, con las manos puestas en un trozo de madera pulida, viste un delantal de cuero y una kipá negra que le cubre casi toda la cabeza y habla por su teléfono celular. Está inmerso en su taller, un salón en el que hay guitarras que apenas empiezan a tomar forma o que ya están listas para ver la luz de un escenario.
Las paredes están cubiertas con algunas fotos en sepia y en blanco negro donde se ven cantantes y bailaores de flamenco. Sobre las mesas frontales hay herramientas y a un costado hay una más pequeña donde descansan varios libros, un ejemplar del Zohar, unos discos compactos y un computador. De fondo se escucha música jasídica de ritmo tranquilo.
En este sitio, Alfredo González fabrica con sus manos guitarras que han cruzado el océano y son tan valoradas que han atraído a clientes de lugares tan lejanos como Islandia, Japón o Irán. Otras han llegado hasta la Academia de Música de Tel Aviv, la Filarmónica de Moscú o las manos de guitarristas profesionales en España.
Construye guitarras de diferentes niveles. Para las más elaboradas y que denomina de alto nivel, tiene una lista de espera que supera el año. Cuenta con una sonrisa que aún no tiene clientes en Latinoamérica. “Creo que hay muchos fabricantes allá, esto está bien, que haya sustento para todos”.
De regreso a casa
Este hombre de barba y frases en hebreo que se entrelazan con el español, nació en una familia católica un día de 1961 en el pueblo andaluz de Navas de San Juan. En este lugar del sur de España viven sus padres, Baltasar quien cultiva olivos y su madre Aurora quien atiende la casa. En su familia encendían velas y no comían carne de aquel animal prohibido. También tenía un primo lejano que además de ser judío era torero.
Cuenta que desde que tenía siete años visitaba los talleres del pueblo donde se construían guitarras y llegaban las personas después de los trabajos habituales. Y es que era común que además de sus oficios las personas tuvieran una segunda profesión como bailaor o músico.
A los diecisiete años decidió dejar el pueblo porque sintió que le quedó pequeño, que su alma buscaba respuestas y le pedía explorar el mundo. Después de recibir el permiso de sus padres viajó a Madrid. Durante el día trabajaba en un taller y en las tardes aprendía a construir guitarras.
Después de dos años de ahorros constantes abrió con un amigo el café Manuela, un lugar donde se presentaban artistas, se realizaban exposiciones y tertulias a las que asistían intelectuales y personajes de la vida madrileña.
Por aquellos días comenzó a fabricar y vender guitarras a turistas y posteriormente a intérpretes más profesionales. Fue así como conoció a Dino del Monte o más bien, Dino Kopler, un israelí que tocaba el címbalo o cimbal –un instrumento de percusión- y quien le dijo a Alfredo que tenía un “rostro judío” y también le entregó un libro de Yehuda Halevi, un poeta y filósofo judío nacido en España. Por eso, este guitarrero lo considera su padrino espiritual.
A Alfredo le pareció maravilloso el ejemplar y después de terminar su lectura conoció a Tamar Yam, una joven israelí que llegó a Madrid a estudiar flamenco y actuó en su café. Aunque él no hablaba hebreo y ella no sabía español, la relación se fue fortaleciendo y a través de ella Alfredo fue acercándose más al país judío y a su religión.
Juntos llegaron a Israel, exactamente a Rishon Letzion donde vivía la familia marroquí de Tamar. “Me recibieron con calidez y cariño. Vi que tenían alegría en los ojos”. Está convencido que el punto de vista de una persona influye en los resultados, en las situaciones que la realidad le presenta, es lo que en hebreo define como Tfsisat Hametziut. “Veía gente abierta, con el corazón mano. Me ayudaron mucho y en cuestión de días incluso tenía el apartamento amoblado”.
Aunque era su primer viaje, sentía que no era la primera visita. “Era como si ya hubiera estado aquí antes, tal vez en una vida anterior. Sentí que había llegado a un sitio seguro, al lugar donde iba a construir mi familia”.
Por esos días comenzó a cantar en un coro de hispanohablantes en Rishon Letzion. Se retiró pronto porque vio que muchos de sus integrantes vivían en una burbuja, sólo hablaban entre ellos, no conocían israelíes ni practicaban hebreo.
Por su deseo de comunicarse con los sabras empezó a estudiar hebreo y a esto le siguió el curso ortodoxo de conversión al judaísmo. “Me empezaron a llamar la atención algunos de esos hombres de kipá que mostraban una sabiduría en los ojos que yo también quería tener”.
Aunque hubo días en que la presión lo llevó a querer dejar los estudios, el gusto
por el judaísmo fue mayor. Se casó con Tamar en el año 1992 y ambos tienen dos hijos: Ori y Anahí. Y aunque en su casa se cuida el Shabat y se siguen los preceptos de la religión, aclara que no se autodenominan religiosos: “Vivimos a través de Hashem”. Y recuerda esa frase famosa que pronunció el sabio y estudioso judío, el reconocido Rabí Akiva y quien resaltó la importancia de amar al prójimo porque en eso consiste toda la Torá.
La vida es como un huerto
Por estos días Alfredo o Ari, como se le conoce en hebreo, disfruta sus estudios sobre Cábala. Pero más que estudio, dice que se trata de un trabajo constante. Explica que la vida es como un huerto al que hay que cultivar diariamente y que “tiene más flores cuando se llega a esa convicción”.
Por eso siente desánimo cuando al viajar a España ve personas que sólo están esperando su jubilación o que por la avanzada no parecen tener más sueños por cumplir.
Por eso le gustaría despertar en muchas personas la chispa de la espiritualidad.
¿Y cómo son sus jornadas de estudio?
(Piensa unos segundos antes de responder). “Más que estudiarla, nosotros la vivimos y trabajamos constantemente por mejorar. A grandes rasgos, la Cábala tiene que ver con desarrollar el sexto sentido”.
Está convencido que el verdadero judaísmo consiste en trabajar el interior personal. “No es necesario con decir que no se le hace daño a alguien, hay que preguntarse si se hace el bien a las personas. Si cumplo los preceptos pero no ayudo a otros, los días pasan en blanco. Lo mismo sucede cuando uno no se relaciona lo suficiente con los demás”.
Explica que en lugares como India, el ser más espiritual es el que está desconectado del mundo físico y de las personas. En el judaísmo para ser considerado como tal “hay que estar en contacto con los otros”.
Cree que cada persona tiene una misión y algo central por corregir y aprender cuando viene a este mundo. También considera que hay cosas que no dependen completamente de nosotros sino del Creador como la vida y llegada de niños, el sustento o la suerte, esa capacidad de tener éxito en lo que se hace o toca. Sin embargo considera que es posible influir en estas cosas para lograr un cambio, “lograr una conexión con la luz”.
Un sonido diferente
Alfredo González cuenta con humildad que sus guitarras son admiradas por el sonido peculiar que emiten. Y para que quede claro toma una que ya está lista y empieza a tocar sus cuerdas.
Recuerda a su tío Diego quien le dijo que la diferencia entre un carpintero y un constructor de guitarras está precisamente en los dedos.
Toca una guitarra de la serie Ibiza, una de las consideradas de alto nivel por el proceso de elaboración y los materiales. Uno de ellos es una laca especial que se utilizaba más frecuentemente hace 250 años y en cuya elaboración interviene un gusano que muere brutalmente por un proceso rudo de la naturaleza.
Pero los materiales no son lo único que le dan un aire especial a este instrumento. A la hora de fabricarlo, Alfredo tiene todos los sentidos puestos en él. Está inmerso en el proceso de creación que puede durar semanas o meses. Sabe que cada cosa tiene su momento y sus manos no parecen conocer el estrés.
Estas condiciones hacen que cada guitarra sea única, por eso las suyas están catalogadas entre las mejores del mundo. “Los fabricantes usamos casi los mismos materiales. ¿Entonces cómo puedo explicar que una guitarra mía suene diferente?”.
Al hablar sobre guitarristas admirados no dice nombres de celebridades o personas de larga trayectoria. Menciona los niños de 10 u 11 años que van a su taller y se asustan o emocionan cuando tocan una de sus creaciones y ven la diferencia del sonido. Y es que están acostumbrados a tocar instrumentos más simples, de menor calidad.
Por eso cuando se le pregunta por sueños futuros dice que le gustaría que cada guitarra del mundo le trajera felicidad a los demás. También que cada guitarrista pudiera crear y descubrir nuevas cosas y que Israel fuera luz y ejemplo para otros pueblos, para sus vecinos. “Así se acabarían las guerras”. Alfredo también está interesado en compartir más. Y es que según él, al final de los días “uno sólo se lleva lo que dio”.