
Por Michael J. Totten
Irak está acabado. Es una nación agonizante y cancerosa a la que están manteniendo viva artificialmente. Desenchufarla podría ser un acto de misericordia, o tal vez resultara cruel; en cualquier caso, es hora de aceptar el hecho de que lo más probable es que este país vaya a morir, y que todos estaremos mejor cuando lo haya hecho.
Los kurdos del norte, aproximadamente un 20% de la población del país, quieren separarse. Para empezar, nunca quisieron formar parte de Irak. En la actualidad siguen llamando Winston Churchill al cuarto de baño, un homenaje sarcástico al primer ministro británico que los encadenó a Bagdad. Desde principios de los 90 han tenido su propio Gobierno y una región autónoma en las tres provincias del norte; celebraron un referéndum en 2005, con el resultado de un 98,7% de votos a favor de la secesión y de declarar la independencia. El único motivo por el que no han acabado de soltar amarras es porque no ha sido seguro: los turcos –que temen que la independencia kurda se contagie a su propio país– han amenazado con invadirlos si lo hacen.
Los árabes suníes del oeste, que constituyen aproximadamente otro 20% de la población iraquí, no es que anhelen precisamente la independencia, pero es más que seguro que no quieran seguir viviendo oprimidos bajo el yugo chií de Bagdad. Millones de ellos viven actualmente sometidos al brutal control del Estado Islámico (también conocido como Estado Islámico de Irak y el Levante, o ISIS, por sus siglas en inglés), que ha proclamado un Estado propio que abarca no sólo una amplia franja de Irak, sino buena parte del nordeste de Siria. En el momento de escribir este artículo, el Estado Islámico controla o tiene una amplia presencia en más del 50% de Irak.
Entre tanto, la mayoría chií de Irak siente pavor a la minoría suní, que la oprimió despiadadamente durante el reinado de terror de Sadam Husein, y que ahora enarbola la bandera negra de Al Qaeda mientras promete masacres sin término.
El presidente Obama ha hecho campaña para acabar con la guerra de Irak. Durante años, por razones perfectamente comprensibles, se ha mostrado remiso a meterse en los problemas del país, eternamente disfuncionales, pero incluso él se convenció de declarar la guerra al Estado Islámico en otoño de 2014, cuando sus combatientes marcharon sobre Erbil, la capital de la región autónoma kurda, el único lugar estable y proestadounidense del país.
Pero por mucho que decida implicarse Estados Unidos, es probable que la actual guerra iraquí prosiga durante años. Si, de algún modo, Irak logra sobrevivir íntegro a este conflicto, seguro que otro vendrá después. Su inestabilidad es devastadora y crónica. Llegados a este punto, sería mucho mejor que Irak simplemente desapareciera como Estado y dejara que los grupos que lo integran se fueran tranquilamente cada uno por su lado, como ocurrió con Yugoslavia tras sus catastróficas guerras de los años 90.
En su limitada respuesta al Estado Islámico tras la toma de Mosul a principios de junio, Obama, entre otras cosas, instó a que se respetara “la integridad territorial” iraquí.
Evidentemente, habría sido mejor que el Estado Islámico no hubiera invadido Irak desde Siria ni hubiera conquistado parte de su territorio, pero, en general, los actuales límites del país no tienen nada de sagrado. Nunca ha sido una nación-Estado coherente. Tampoco, si a eso vamos, lo ha sido Siria. Ambos países son abstracciones geográficas que jamás habrían llegado a existir si los cartógrafos coloniales europeos no las hubieran creado a comienzos del siglo XX, persiguiendo con ello sus propios intereses, ya obsoletos y olvidados desde hace mucho. Si los habitantes de Oriente Medio hubieran trazado sus propias fronteras, pacíficamente o no, el mapa sería completamente distinto, y más orgánico.
Como dice Eli Khoury, cofundador de la Lebanon Renaissance Foundation:
Hasta ahora, Irak y Siria sólo han sido gobernados por un despiadado centralismo de hierro. De otra forma, resulta difícil comprender estos lugares.
En teoría, iraquíes y sirios podrían haber forjado identidades colectivas e ideales de nacionalismo patriótico en el tiempo transcurrido desde que sus naciones fueron creadas hasta la actualidad, pero es algo que tampoco ha ocurrido en su entorno; no más de lo que lo hizo en la antigua Yugoslavia. Los dictadores sirios, iraquíes y yugoslavos trataron de encubrir la desunión de sus respectivos países mediante una ideología internacional teóricamente cohesiva(nacionalismo árabe baazista, comunismo), pero al final los regímenes totalitarios acaban por desmoronarse, y sus ideologías, inevitablemente, se vienen abajo con ellos.
A falta de pluralismo tolerante y de liberalismo político democrático, la incoherencia radical de estos Estados garantizaba uno de estos dos resultados: o son gobernados por un “centralismo de hierro”, como dice Khoury, o se desgarran por las costuras. El centralismo de hierro sólo mantiene unidas a las naciones incoherentes durante un tiempo. Quitar de en medio a Sadam Husein hizo que Irak saltara por los aires, y Siria ha estallado incluso pese a que su tirano Bashar al Asad no haya sido expulsado de su palacio ni obligado a marchar al exilio.
Los actuales problemas de Irak comenzaron justo al día siguiente de que Estados Unidos acabara de retirar sus fuerzas, cuando el primer ministro Nuri al Maliki emitió una orden de detención contra el vicepresidente Tariq al Hashimi, al que acusaba de planear atentados terroristas contra objetivos chiíes y de asesinar a miembros de dicha secta. Hashimi huyó al Kurdistán antes de que las fuerzas de seguridad pudieran detenerlo; actualmente reside en Turquía.
En 2012 fue declarado culpable in absentia y condenado a muerte, junto a su yerno Ahmed Qahtan.
¿Es culpable? ¿Lo hizo? No tengo ni idea. En Irak no es que escaseen precisamente los individuos sanguinarios, dentro y fuera del Gobierno, dispuestos a usar la fuerza de forma letal, tanto abierta como encubiertamente, en contra de sus rivales. Algunos de los guardaespaldas de Hashimi confesaron, pero es totalmente posible que lo hicieran forzados, o incluso torturados.
Fuera Hashimi culpable o no, las milicias chiíes organizaron brigadas de la muerte que atacaron a suníes por todo Bagdad, antes y después del caso del vicepresidente. La violencia sectaria del país nunca llegó a disiparse por completo durante la ocupación norteamericana, y tras la retirada volvió a emerger.
Al año siguiente, el Gobierno de Maliki acusó al ministro de Finanzas, Rafi al Isawi, de lo mismo de lo que había sido acusado Hashimi. Algunos de sus guardaespaldas también fueron detenidos y acusados de cometer actos terroristas. Pero las teorías de la conspiración se estaban volviendo ridículas. Isawi era, y es, reconocido por ser un hombre razonable y pacífico. Presentar acusaciones de terrorismo contra él y los suyos es como acusar a Alan Greenspan de tener su propia prisión secreta mientras dirigía la Reserva Federal.
Isawi convenció a muchos del caos explosivo latente en el seno del Gobierno de Maliki cuandoafirmó:
El tirano de Bagdad no descansará hasta que ataque a todos sus oponentes.
Si precisamente el ministro de Finanzas podía ser acusado de algo semejante, entonces cualquier líder –o incluso cualquier civil– suní era susceptible de acabar detenido y sometido a una parodia estalinista de juicio.
Por muy erráticas que parecieran sus acciones, Maliki, sin embargo, tenía sus motivos. “Cuando mira a la minoría suní de Irak”, declaró a Frontline el reportero Dexter Flinkins, “ ve a Al Qaeda, a los baazistas, golpes militares, conspiraciones contra él. Ve una población que lo desprecia y quiere volver al poder”.
Maliki no se equivocaba del todo. Es cierto que entre los suníes siguen quedando restos del antiguo régimen baazista de Sadam. El apoyo a Al Qaeda nunca se disipó del todo. Hasta los suníes moderados y razonables querían que Maliki abandonara el poder. Pero su pánico paranoico le hizo actuar de forma que acabó por garantizar que una parte todavía mayor de los suníes iraquíes estuviera dispuesta a lo que fuera con tal de eliminarlo a él y al puño chií que los estaba aplastando.
En las ciudades chiíes surgieron grandes manifestaciones no violentas a comienzos de 2013. Hubo activistas que plantaron ciudades enteras de tiendas de campaña, como habían hecho otros en Beirut y El Cairo. La BBC informó de una pancarta que decía: “Advertimos al Gobierno sectario de que no arrastre a este país a una guerra sectaria”.
En teoría, esas disensiones se podrían haber resuelto si Maliki hubiera sido un dirigente civilizado en una democracia funcional, pero, de haberlo sido, es que esas protestas ni siquiera habrían surgido.
Mientras sucedía todo eso, Al Qaeda en Irak se había trasladado a Siria tras su declive: una fuerza prácticamente derrotada que se escondía en medio de la nada, casi destruida por Estados Unidos, el Ejército iraquí y las milicias suníes. Pero la guerra civil siria proporcionó a los restos de esa organización hecha añicos un lugar al que ir donde no hubiera soldados estadounidenses o iraquíes ni milicias suníes dispuestas a combatir contra ellos. Al contrario: muchos suníes sirios, que no habían pasado por la terrible experiencia iraquí que provocó el Despertar de Anbar y una purga interna de terroristas, respaldada por Estados Unidos, estuvieron encantados de darles la bienvenida como aliados contra el régimen de Asad.
Algo tenía que acabar por llenar el vacío sirio después de que Asad perdiera el control de amplias zonas de territorio. La Casa Blanca mostró una espectacular falta de interés en respaldar ni siquiera a los rebeldes más moderados, pero hubo poderosos árabes del Golfo que apoyaron, con gran entusiasmo, a los elementos más radicales, así que Al Qaeda prosperó mientras Estados Unidos no hacía nada. Pronto, sus combatientes dejaron de necesitar ayuda externa. Se apoderaron de yacimientos petrolíferos sirios y empezaron a vender crudo en el mercado negro. Hasta robaron bancos.
Finalmente, cambiaron de nombre: de Al Qaeda en Irak pasaron a Estado Islámico en Irak y Siria, o ISIS, en parte porque los dirigentes del resto de Al Qaeda los desautorizaron y apoyaron al Frente Al Nusra, pero también porque decidieron que, en vez de limitarse a ser una organización terrorista, crearían un verdadero Estado. Y su nombre debía reflejarlo.
De vuelta a Irak, a finales de 2013, Maliki, más paranoico que nunca, estalló y envió fuerzas de seguridad para desmantelar los campamentos que habían erigido los manifestantes a las afueras de Ramadi. Acusó a éstos de refugiar a terroristas de Al Qaeda. Puede que tuviera razón, y puede que no. En cualquier caso, murieron varias personas. El ISIS, aún en las sombras, sonrió y vio una oportunidad.
Apenas unas semanas después, a comienzos de 2014, con sus filas, armas y arcas a rebosar, y presintiendo que había al menos un apoyo tácito por parte de los suníes iraquíes hartos de Maliki, los guerrilleros del ISIS salieron de estampida de Siria y regresaron a Irak. Tomaron una ciudad tras otra, empezando por Faluya, y masacraron a cientos de personas, todo lo cual grabaron en video. En junio hasta conquistaron Mosul, la segunda ciudad del país. El Ejército iraquí, armado y adiestrado por Estados Unidos durante años, arrojó las armas y salió corriendo. El Estado Islámico se encontraba, de pronto, con armas estadounidenses en su poder, incluidos tanques Abrams y Humvees blindados.
Desde entonces, el ISIS ha liberado de Bagdad la mayor parte de la provincia de Anbar, pero en su lugar ha creado un Estado mucho más opresor. Los suníes deben de creer ahora que estaban fuera de sus cabales cuando dieron la bienvenida a estos tipos. Pero su miedo al ancestral enemigo chií –al que exageraron más allá de lo reconocible, incluso teniendo en cuenta los desmanes de Maliki– les hizo creer estúpidamente que estarían mejor siendo terriblemente oprimidos por los suyos que moderadamente oprimidos por los otros.
Así que ahora Irak tiene tres Gobiernos: el regional del Kurdistán, que controla el tranquilo y funcional norte; el de Bagdad, de predominio chií, que gobierna el centro, el este y el sur, y los psicópatas del Estado Islámico, que controlan la mayor parte de la vasta provincia de Anbar, al oeste, y otros lugares fuera de ella.
Puede que, de alguna manera retorcida, tenga sentido que los suníes combatieran al Estado Islámico cuando se llamaba de otro modo y que luego se aliaran con ese mismo enemigo frente a Bagdad. Hicieron exactamente lo mismo con Estados Unidos: primero iniciaron la insurgencia contra los norteamericanos y después se aliaron con ellos cuando descubrieron, demasiado tarde, que el ISIS (por aquel entonces, Al Qaeda en Irak) era infinitamente peor. Si ahora consideran que sus compatriotas chiíes son aún más despreciables que las fuerzas de ocupación estadounidenses o que el Estado Islámico, es poco probable que alguna vez sean capaces de vivir juntos en paz sin un tirano que les imponga la paz fría y brutal de una dictadura militar. Con tantos iraquíes dispuestos a empuñar un fusil y a luchar, más que que surja un nuevo Sadam quearregle el lugar, es más probable que perdure un estado eterno de guerra o una división permanente.
La división permanente es el menor de esos males.
Los kurdos estarán encantados de marcharse y probablemente declaren la independencia si Estados Unidos deja por fin de defender “la integridad territorial de Irak”. Washington debería dejarse de la dichosa frasecita y respaldar, siquiera discretamente, a los únicos verdaderos aliados que tiene allí, además de garantizar su seguridad ante los turcos o a quienquiera que considere inconveniente la independencia kurda.
Un Estado kurdo libre sería un aliado tan fiable de Estados Unidos como Israel. Además, podría animar a los kurdos de Siria a que declararan su propio Estado independiente. Ambos podrían servir de parachoques permanente (o incluso de cabeza de playa) frente a tipos como el Estado Islámico, Asad y otros indeseables de quienes aún no hemos oído hablar en esa región llena de aspirantes.
Si los kurdos se van, los suníes pueden ir a continuación, gobernados o no por el Estado Islámico. Todo el mundo, en lo que queda de Irak, se beneficiaría de esa decisión. Los suníes podrían, al fin, gobernarse a sí mismos sin temer al opresor chií. Los chiíes por fin podrían respirar en paz, sabiendo que Al Qaeda y los restos del antiguo régimen baazista están definitivamente al otro lado de una frontera internacional. Y los demás podríamos descansar más tranquilos sabiendo quelos suníes ya no tendrían motivos para tolerar a fanáticos como el Estado Islámico, porque ya no necesitarían protección frente a Bagdad.
Sin embargo, Estados Unidos no debería ir allí a trazar de nuevo frontera alguna. Que lo hagan los propios iraquíes, empezando por el Kurdistán. Sabemos que los kurdos quieren marcharse porque lo llevan diciendo desde hace más tiempo del que muchos llevamos vivos.
Puede que suníes y chiíes encuentren una forma de convivir en paz. Parece algo improbable en estos momentos, mas quién sabe. Oriente Medio está lleno de sorpresas. Pero si quieren el divorcio, por el bien de todos nosotros, que se lo den.
Los únicos verdaderos aliados que los estadounidenses tienen en Irak son los kurdos. Si vamos a vivir conforme a la famosa máxima de política internacional de “recompensa a tus amigos y castiga a tus enemigos”, entonces tenemos quedejar que los kurdos se vayan y que Irak muera.
Fuente: elmedio