Bankia y las naves de Batavia…un judío sefardí denunció las trampas de la Bolsa de Amsterdamen el siglo XVII

por goal

Bankia y las naves de Batavia

En el siglo XVII, cuando los especuladores vendían en corto acciones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, un judío sefardí denunció las trampas de la Bolsa de Amsterdam.

Los inversores que han orquestado la venta de las acciones de Bankia, a fin de hundir su cotización antes del canje oficial por las preferentes, han recurrido a una práctica -la venta en corto- que era conocida en Holanda a comienzos del siglo XVII. Los excesos de la especulación surgieron son tan antiguos como la bolsa de Amsterdam e igual que hoy soliviantaron a la opinión pública contra sus protagonistas, que entonces ya negociaban con títulos sin poseerlos realmente, una práctica conocida como ‘windhandel’ y hoy llamada ‘venta al descubierto’.

La historia arranca en 1602, en el mercado al aire libre de Warmoestreet, donde se negociaron las primeras acciones Amsterdam. La bolsa peregrinó después por diferentes puntos de la ciudad hasta que se estableció en una sede en 1611. Aún quedaba un cuarto de siglo para la burbuja de los tulipanes, pero ya se había promulgado un edicto contra el ‘windhandel’. Databa de 1610 e intentaba atajar sin demasiado éxito una plaga que alarmaba a los pequeños accionistas: los individuos que se desembarazaban masivamente de acciones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la que fletaba los barcos que navegaban hasta la actual Indonesia. Uno de los efectos que conseguían era asustar a los inversores menos templados o indefensos para que vendieran a toda prisa.

Un segundo edicto contra tales prácticas se aprobó en 1621, año en que la especulación se recrudeció al surgir otra sociedad por acciones, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. El problema persistía a pesar de los intentos de erradicarlo, y en 1630, 1636 y 1677 hubo que introducir nuevas normas protectoras que recogían, como las anteriores, la llamada ‘apelación a Federico’, una fórmula teóricamente disuasoria, en virtud de la cual se podía repudiar una operación ‘windhandel’ con el benplácito de la Justicia.

El tal Federico fue un magistrado principal de Amsterdam, Federico Enrique, del que quizá se acuerden en Comisión Nacional del Mercado de Valores. Lo esencial del negocio bursátil, con sus virtudes y sus trapacerías, surgió en Amsterdam hace cuatrocientos años. Cuando los barcos holandeses zarpaban hacia Batavia (hoy Yakarta) para regresar cargados de especias y de oro, las acciones de la Compañía de las Indias Orientales eran objeto de una batalla entre dos bandos que peleaban en la bolsa con las armas de la astucia, el rumor y la mentira, expectantes ante el éxito o el fracaso de las exploraciones por el Índico.

A un lado se alineaban los ‘toros’, que apostaban a que la cotización de los títulos subiera. Enfrente tenían a los ‘osos’, que jugaban a la baja. Unos y otros jugaban con la incertidumbre sobre los cargamentos transoceánicos y usaban la terminología de la City londinense o de Wall Street, empezando por la palabra ‘acción’, que procede de ‘actie’, término que se empleó en Amsterdam a partir de 1606. En aquella ciudad se compraban acciones con dinero prestado (hasta el 80% de la operación) y unos pseudotítulos que alimentaron un mercado paralelo finalmente ilegalizado por la Justicia, que lo relegó a la consideración de juego.

Existían los contratos de futuros (compromiso de adquirir unos títulos en una fecha y a un precio determinados, lo que a veces se usaba para ventas en corto). Las opciones tenían dos variedades. La llamada ‘call’ obligaba a vender unos títulos a una fecha y precio determinados si la otra parte, la que había comprado el privilegio de adquirirlas, decidía ejercerlo. La modalidad ‘put’ era el compromiso de comprar unas acciones, también a fecha y precio fijados, si el que había pagado por el derecho a venderlas lo hacía valer. En ambos supuestos, la prima que se abonaba por la opción variaba según los plazos acordados y las expectativas sobre las cotizaciones.

Durante décadas, las acciones subieron y bajaron en Holanda merced a operaciones sofisticadas, empujadas por noticias y falsedades sobre el comercio del Índico y el Caribe, y por los rumores sobre la guerra con España y la de los Treinta Años. Los chanchullos no tardaron en indignar a los inversores y provocaron un debate. En 1687, un abogado llamado Nicholas Muys Van Holy publicó una filípica contra la manipulación de la bolsa con información privilegiada. La única forma de erradicar tales actividades, sostenía, era que todas las transacciones de acciones quedasen registradas y fuesen gravadas con un impuesto. Y eso parece que ocurrió en 1689.

Un año antes, en 1688, había aparecido otro texto sobre la bolsa de Amsterdam, una obra extraña que explicaba cómo se cerraban los tratos bursátiles, detallaba las triquiñuelas de ‘toros’ y ‘osos’, que a veces se vestían con el disfraz del adversario, y describía sus complicadas operaciones. El libro se titulaba ‘Confusión de confusiones’ -atinada descripción del negocio bursátil- y había sido escrito en español por un judío sefardí, el hispano-portugués José de la Vega, a imitación del estilo de Erasmo de Rotterdam y de otros pensadores; es decir, en forma de ‘Diálogos curiosos entre ‘un filósofo agudo, un mercader discreto y un accionista erudito’. El autor daba consejos a otros judíos que se habían cruzado el Canal de la Mancha para hacer negocios al Reino Unido, donde aquel año se produjo la Revolución Gloriosa que llevó al trono al holandés Guillermo de Orange. Un cambio histórico que coincidió con el impulso de las prácticas bursátiles en Londres.

Dice uno de los personajes de ‘Confusión de Confusiones’, el ‘accionista erudito’, en el segundo diálogo: «Nunca aconsejes a nadie que compra o venda acciones, porque donde la perspicacia está debilitada, mal puede lucir airoso el consejo». El mismo accionista advierte de que las ganancias bursátiles son «los tesoros de los duendes» y pueden cambiar de carbón a diamante y luego a piedras y lágrimas. Por eso cree «prudente disfrutar de aquello que es posible, sin esperar la continuación de la coyuntura favorable ni la persistencia de la suerte»

A los legos en la bolsa, el accionista les recalca que «quien desee ganar en este juego debe tener paciencia y dinero, puesto que los precios son muy inconstantes y los rumores muy poco fundados en la verdad». Y concluye: «Aquel que sepa aguantar los golpes sin aterrorizarse por la desgracia será como el león que responde a los truenos con rugidos, y no como la cierva que, aturdida por los truenos, trata de huir».

«Según decís -tercia el mercader-, esta gente de la bolsa es bastante tonta, totalmente inestable, loca, orgullosa e insensata. Venderán sin saber el motivo; comprarán sin razón. Acertarán o errarán sin mérito o demérito por su parte».

Para escribir estos diálogos, José de la Vega tenía que conocer las finanzas de Amsterdam, de las que ofrece una descripción útil para los historiadores. Sin lugar a dudas era un personaje singular; hombre de negocios y literato en una pieza. Vivía en Holanda, pero sus ascendientes procedían de Espejo (Córdoba). Formaba parte de lo que se conocía como la ‘nación portuguesa’; es decir, los judíos que se habían marchado de la Península Ibérica por la presión de la Inquisición y que en muchos casos se dedicaron con éxito al comercio y las finanzas.

En ese éxodo participaron familias de ‘cristianos nuevos’ (conversos) que huyeron primero de España a Portugal, regresaron décadas más tarde a su país de origen y acabaron emigrando a centroeuropa, donde recuperaron la religión judía (Portugal acaba de ofrecer la nacionalidad a los descendientes). Uno de aquellos judíos era el padre de José de la Vega, que se llamaba Isaac Penso y probablemente procedía de Portugal. No está claro si su hijo, que tomó el apellido de la madre, nació en Espejo, donde vivieron sus progenitores, o en el norte de Europa, adonde se trasladaron más tarde. Se sabe que viajó a Hamburgo, que escribió poesía en hebreo desde joven, con brillantez; que dedicó una obra a Guillermo de Orange y que tenía dos hermanos en Londres.

Su libro sobre la bolsa (recuperado por Profit Editorial, 2009) no tuvo gran repercusión en su tiempo. Hermann Kellebenz, que escribió el prólogo para la edición de 1957, achaca tal circunstancia a que estaba escrito en español y no en holandés, y a que era una mezcla de manual bursátil y «obra literaria extravagante», con un estilo rebuscado y citas bíblicas y de la Antigüedad. En el olvido de la obra también pudo influir la crisis que sufrió el mercado de valores poco antes de la publicación.

De la Vega, en cualquier caso, quería prevenir al público del estafador de la Bolsa, un arquetipo que nunca ha dejado de pulular por el parqué, caminando sobre el filo de la legalidad. Daniel Defoe (1660-1731) dijo de ese personaje -según el historiador económico Charles P. Kindleberger- que «era diez mil veces peor que el salteador de caminos». El estafador, razonó el autor de ‘Robinson Crusoe’ y erudito de la piratería, «robaba a la gente que conocía -con frecuencia amigos y familiares- y no corría ningún riesgo físico».

El libro del sefardi José de la Vega es una rareza que tal vez arrancaría la sonrisa de los ‘brokers’ sentados ante el ordenador. Concluye con una reflexión del interlocutor filósofo: «Guardaré mis acciones hasta que Dios quiera que (después de la reciente caída de las cotizaciones) pueda librarme de ellas en paz, pues solo aspiro a salvarme y no reunir riquezas (…) Creo que es mucho mejor no ser especulador que serlo, (y cuando digo esto) hablo de la verdadera especulación y no del negocio honrado con acciones, porque lo que es justo y equitativo en el segundo caso, es turbio y sospechoso en el primero».

FUENTE: elcorreo.com por JAVIER MUÑOZ

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