No todo es narrativa
Desde San Remo en 1920, el Derecho Internacional es sostén del Estado judío.
La causa de que las negociaciones entre palestinos e israelíes no frutezcan no debe hurgarse sólo en las crecientes precondiciones que interponen los primeros sólo para sentarse a negociar sino, primordialmente, en su pertinaz frechazo a reconocer la legitimidad del Estado del pueblo judío.
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Dicho rechazo conlleva una paradoja: cuanto más se opone el liderazgo palestino a expresar tal reconocimiento, más demuestra con su renuencia que el reconocimiento es indispensable.
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La judeidad del Estado de Israel
no es una cuestión
religiosa sino nacional. El país es judío gracias a su historia, su autopercepción, su demografía, su cultura, su
autodefinición, su
idioma, su calendario, sus símbolos, su
libro, su capital.
Mientras cierren los ojos ante esa realidad, lo máximo a lo que podrán llegar los palestinos es a firmar un acuerdo más (uno más añadido a una estéril colección) con un Israel meramente tolerado. Consecuentemente, permanecería como obstáculo a la paz la inevitable discordia del estatus de los árabes israelíes. A esa lid sería trasladada la guerra contra Israel.
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Una vez más se obviaría el hecho de que dicha minoría conforma el colectivo árabe que
goza de más derechos y de más alto nivel de vida en el mundo. Ciego ante este conspicuo bienestar, el Estado palestino que naciere remachará el supuesto maltrato que sufren sus hermanos allende la frontera, en Israel, un Estado que sigue y seguirá siendo caricaturizado como un intruso en la tierra que, según la imaginación de los palestinos fertilizada por los
medios europeos,
alguna vez les perteneció.
De esta manera, el acuerdo a firmarse, lejos de clausurar el conflicto, inauguraría una escalada bélica porque, si se excluye del tratado de paz la judeidad de Israel, todo reconocimiento del mismo es baladí.
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En cristalino contraste, si los palestinos y el resto de los Estados árabes se avinieran a hacer las paces con el
Estado judío, el tratado de paz podría señalar el fin del conflicto, ya que habría sido neutralizada la principal
causa de la guerra: la renuencia árabe a aceptar el Estado del pueblo judío.
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Una buena parte de
la izquierda israelí,
usualmente errada en sus diagnósticos, minimiza la importancia del reconocimiento, y presenta este pedido israelí como si se tratara de una pequeñez que demora arbitrariamente el arribo de la
ansiada paz. Es innecesario, arguyen, detenerse en una nimiedad que revela la miopía de los gobernantes ante las grandes oportunidades históricas.
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La verdad es otra. La petición de Israel, además de natural y fértil, es garantía del éxito del futuro tratado de paz, y también una confirmación del Derecho Internacional. Israel nació para ser el Estado del pueblo judío que había sido despojado y perseguido durante milenios. No para agregar un Estado insulso más en una región estadualmente prolífica y endémicamente rezagada.
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Después de la Primera Guerra Mundial, los aliados victoriosos se reunieron en la ciudad italiana de San Remo entre el 19 y 26 de abril de 1920. El penúltimo día de las deliberaciones firmaron el tratado que reconoció el derecho de los judíos a su Estado en Eretz Israel. Un par de años después, dicha resolución fue refrendada por unanimidad por la Liga de las Naciones, el 24 de julio de 1922.
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No debe soslayarse la trascendencia de esta aprobación: por primera vez en dos milenios las naciones del mundo aceptaron la legitimidad de un Estado judío en Palestina, en un documento que dio en llamarse «la Carta Magna» de la restauración de los judíos.
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La resolución de San Remo, en efecto, incorporó en sus considerandos la
Declaracíón Balfour de 1917, que exhorta al «establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío».
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Cabe aclarar que a la sazón el reclamo nacional de Palestina era privativo de los judíos. Éstos apelaron a la familia de las naciones para que en San Remo reconocieran sus derechos como pueblo, sus conexiones históricas con Palestina, y su legítima aspiración de reconstruirse en su tierra ancestral. Los árabes, por su parte, aunque también esgrimieron reclamos ante el desmembrado imperio otomano, excluyeron de los mismos Palestina y
Jerusalén. Sólo cuando la tierra floreció gracias al denodado trabajo de los hebreos, los árabes locales, quienes habían inmigrado mayormente gracias a la revitalización que produjo el sionismo, comenzaron a reclamarla como propia.
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La Liga de las Naciones exigió en su resolución que se respetaran los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de la Palestina de marras, pero sólo de un grupo se mencionaron derechos políticos y nacionales: los israelitas.
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Así, el Estado judío no surgía exclusivamente como una corrección de la injusticia histórica contra los hebreos, y en cumplimiento del derecho internacional, sino también como el
comienzo de la descolonización del Oriente Medio, ya que alentaba la independencia de una población local (la hebrea) sin el tutelaje de las potencias vencedoras en la Gran Guerra.
Al revés de la cantinela de los
detractores del
sionismo, este movimiento, lejos de haberse asociado al colonialismo, se opuso al mismo con impar firmeza, y concluyó por levantarse en armas contra el imperio británico en cuanto reparó que Albión no iba a cumplir con la Declaración Balfour.
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Los líderes árabes, en lugar de sumarse a la lucha por la libertad y el progreso, amarraron a sus pueblos en la mitología judeofóbica y así perpetuaron en el poder las más retrógradas
dictaduras.
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Se autoafirmaron en la descalificación del otro
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También las Naciones Unidas, en su célebre Resolución 181 (29-11-47) aprobaron el establecimiento en la Palestina del Mandato Británico de un Estado judío y uno árabe Hace medio siglo nadie hablaba entonces de Estado «palestino», y en dicha resolución el «Estado judío» es mencionado veintisiete veces. No hay referencia al grupo judío como una religión, sino como una nación dispersa.
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Las Naciones Unidas finalmente aceptaron al Estado hebreo en la comunidad de las naciones (11-5-49) una vez que cumplió con los cuatro requisitos establecidos por el organismo: un territorio definido, una población permanente, un Gobierno efectivo, y la capacidad para entablar relaciones con otros Estados. (Hoy en día, las Naciones Unidas aceptan la existencia de un «Estado palestino» aunque no cumpla con dichos requisitos).
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Los regímenes árabes optaron por usar a Israel para desviar todo malestar popular hacia el eterno culpable. A fin de descargar las frustraciones de sus pueblos contra «
el judío de los países», sólo necesitaron echar mano de la arraigada
judeofobia europea.
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Del mismo modo en que
Europa había
descalificado a sus judíos, la Liga Árabe pasaba a
demonizar a «su judío»: el pujante Estado que, aunque cabía más de cuatrocientas veces en su territorio, era acusado de expansionista. El dinamismo de la
democracia israelí y de su sistema legal constituía un peligroso dedo acusador contra la constante violación de los derechos humanos por parte de reyes absolutos, emires y autócratas, amparada por los
medios europeos.
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El método más exitoso de descalificación comienza por relativizar la historia judía como si fuera una mera narrativa, una más. Los judíos «aducen» portar una historia de larga data; los palestinos también, y por ende unos y otros deberían ser respetados en sus respectivas «narrativas» (en
una segunda etapa se pasa a hacer prevalecer toda otra narrativa por sobre la judía).
Sin embargo, no todo es narrativa: la supuesta historia milenaria del pueblo palestino no puede ser documentada de ningún modo, y ello es así sencillamente porque no hay un pueblo palestino milenario.
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Dicha negación se plasmó en la Plataforma Palestina de 1964, cuya narrativa exhorta a la destrucción de Israel. A pesar de ello sigue enseñándose en las escuelas palestinas como parte de un
currículum escolar de odio en buena medida financiado por la
Unión Europea.
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Un dato aleccionador es que la Plataforma Palestina de la negación fue promulgada tres años antes de que existieran «territorios ocupados», una cronología que de por sí demuestra cómo el pathos palestino llama a destruir lo ajeno y no a construir lo propio.
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En efecto, la Plataforma Palestina no se dedica a reivindicar la historia de su pueblo, sino a deslegitimizar la de los judíos, a quienes define como una mera religión que carece de todo derecho a soberanías cualesquiera (para ellos, sólo la religión del Islam tiene derecho a Estados).
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Así fundamentada, la Plataforma pide extirpar la «ilegítima soberanía judía» de Eretz Israel, sin que
importe en lo más mínimo el tamaño o la conducta de dicha soberanía.
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Si los palestinos reemplazaran el rumbo de la negación por el de aceptar el Estado de la nación judía, renunciarían con ello a su Plataforma de 1964, y en general a la narrativa que los arrastró a reiteradas matanzas y desdichas.
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Por ahora, no están en vías de hacerlo. Por ello abandonan las negociaciones con Israel, ya que no pueden proveer del mínimo reconocimiento indispensable para que haya paz.
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Con variable éxito, han venido convenciendo a Europa, e incluso al Gobierno estadounidense, de que el reconocimiento del Estado judío sería un error (así declaró John Kerry ante el Congreso de EEUU el 13 de marzo pasado).
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Curiosamente, en 1988 el
Gobierno norteamericano rechazó a la «Organización para la Liberación de Palestina» precisamente debido a que
Arafat se había negado a explicitar su reconocimiento a la
legitimidad de Israel como Estado judío.
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Hace un lustro, el Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu pronunció un seminal discurso en la Universidad de Bar-Ilán(14-6-09), durante el cual aceptó la idea de un Estado árabe palestino, si éste se aviene a convivir en paz con el Estado judío. No hubo reciprocidad: Mahmud Abás no aprovechó la ocasión para ofrecer un discurso paralelo en una universidad palestina para estimular a su pueblo hacia la convivencia armoniosa con Israel, y a una aventura compartida: civilizar el desierto y dedicarse a la ciencia y la tecnología.
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Comentario de Jabotito:
Gustavo olvidó mencionar que una de las precondiciones que Israel cumplió es liberar docenas de terroristas convictos que asesinaron civiles inocentes, considerados «héroes» por Abbas. Esos 104 malparidos liberados son asesinos de bebés que arrojaron bombas incendiarias contra autobuses que transportaban niños, apuñalaron y dispararon contra israelíes, turistas y palestinos acusados de «colaboración con el enemigo sionista», apalearon niños, mujeres, ancianos y sobrevivientes del Holocausto.
Además cabe aclarar que Abbas hizo todo lo posible por torpedear las conversaciones. De hecho, Abbas rechazó extender las mismas después del 29 de abril (razón por la que Israel suspendió temporalmente la liberación de la última tanda de asesinos convictos), aún después de que se estuviera a punto de llegar a un acuerdo para extender las conversaciones hasta fin de año a cambio de que Israel liberara a esos 26 asesinos (ya había liberado 78 anteriormente), más otros 400 prisioneros sin sangre en las manos, mientras que EE UU liberaría a Pollard.